El árbol del desasosiego
Feliz de ser árbol y de dar frutos, estaba el árbol en la
orilla del río. Disfrutaba el sol, la lluvia, el viento, la fértil humedad de
las aguas en su flujo constante hacia el destino.
Las estaciones se sucedían sin tregua, el frío del
invierno le daba reposo, la primavera despertaba sus fuerzas, el estío, con su
calor, hacía que sus ramas se combaran con el peso de los frutos para su
recolecta en otoño y volver a adormecerse, tranquilo en su felicidad, hasta la
llamada de la primavera.
Un día especialmente denso, especialmente intenso,
intentó, como cada primavera, estirar sus ramas, expandirse, pero se encontró
sin fuerzas, solo. No le acompañaba el arrullo del agua, ni sentía la caricia
del viento. Ni siquiera el sol, su amigo de tantos ciclos, hacía sentir sus
rayos como siempre.
Y nuestro árbol, sin saber qué pasaba, empezó a mirar en
su interior. Sus raíces estaban sanas, se hundían en la tierra fuertes,
robustas, profundas. Pero la tierra se resistía a darle el sustento que
necesitaba. Nuestro árbol no podía entender qué pasaba, por qué motivo su
compañera le negaba la chispa necesaria para florecer y dar fruto. Como toda la
vida, como desde que se supo árbol adulto y fértil. Intentó erguirse en vano:
sus ramas, antes de poder expandirse por completo tropezaron con una pared
fría: cristal. Ahora comprendía por qué el calor del sol y su luz le llegaban
tan tamizados, tan tenues. ¡Estaba encerrado en una campana de cristal!
Y, con una técnica ancestral, heredada de muchas vidas
arbóreas, en lugar de expandir sus ramas las contrajo: se recogió en sí mismo
para darse el cobijo que le negaba su compañera y decidió dejar de luchar y
permitir que todo siguiera su curso.
No contaba nuestro árbol, sin embargo, con el compromiso
adquirido con su Alma: tenía que cumplir su plan, estaba en esta vida para dar
frutos, sombra, cobijo. Y mientras estuviera encogido, lejos de la luz,
encerrado en sí mismo, nunca podría cumplir ese plan, tendría que volver al
menos una vez más para alcanzar su meta en condiciones aún peores. Y perdió de
vista su alegría, pero no quiso conformarse y agostar sus proyectos.
Y pidió ayuda, preguntó qué podía hacer si su compañera no
le daba el sustento necesario. Y la voz atávica, cristalina y vibrante del
Origen resonó en su interior y con su armonía resquebrajó la campana de
cristal. Esa Voz le hizo estremecerse, salir de su estupor y enderezarse.
Recordó conversaciones anteriores con esa Voz y la campana se hizo añicos.
Volvió a pedir ayuda y otra voz, la que consiguió salir de
su coraza para convertir las palabras en gemas preciosas, se acercó al árbol y
le pidió compañía. Y nuestro árbol, viendo las gemas y reconociendo las suyas
propias en su interior, comenzó a expandir una vez más sus ramas hacia la luz y
el calor del sol.
Y, como siempre son tres, pidió ayuda una vez más. Y
acudió la voz de la compañera de batallas, de la compañera de luchas, de la
compañera con quien, de igual a igual, iba nuestro árbol haciendo su camino. Y
esta voz, compañera de temple y farmacias, hundió sus manos en la tierra yerma
y dijo solo dos palabras: “tú puedes”.
Y consciente de esas tres voces, la voz del Origen, la voz
del Arte y la voz del Camino, nuestro árbol, por fin, encontró el sustento
necesario. Y las tres Voces, cada una con su timbre, cada una con su brillo,
cada una con su armonía, hicieron que nuestro árbol se irguiera de nuevo
frondoso, feraz, y dispuesto a dar los frutos que su alma quiera. Hasta que
quiera. Siempre.
Leído muchas veces :) ¡Piel de gallina!
ResponderEliminarGRACIAS
Me ha encantado. Lucha incansable sin desistir=supervivencia. La voluntad y el esfuerzo siempre tienen recompensa. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarVerdaderamente MARAVILLOSO..... que más se puede decir....
ResponderEliminarJose Antonio, expectacular, un regalo en días intensos de inviernos, me has recordado lo importante. Enhorabuena artistazo
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