El árbol del desasosiego

Feliz de ser árbol y de dar frutos, estaba el árbol en la orilla del río. Disfrutaba el sol, la lluvia, el viento, la fértil humedad de las aguas en su flujo constante hacia el destino. Las estaciones se sucedían sin tregua, el frío del invierno le daba reposo, la primavera despertaba sus fuerzas, el estío, con su calor, hacía que sus ramas se combaran con el peso de los frutos para su recolecta en otoño y volver a adormecerse, tranquilo en su felicidad, hasta la llamada de la primavera. Un día especialmente denso, especialmente intenso, intentó, como cada primavera, estirar sus ramas, expandirse, pero se encontró sin fuerzas, solo. No le acompañaba el arrullo del agua, ni sentía la caricia del viento. Ni siquiera el sol, su amigo de tantos ciclos, hacía sentir sus rayos como siempre. Y nuestro árbol, sin saber qué pasaba, empezó a mirar en su interior. Sus raíces estaban sanas, se hundían en la tierra fuertes, robustas, profundas. Pero la tierra se resistía a darle el suste...